Por Sathya Sai Baba
¡Encarnaciones del Amor!, solo puede decirse que lleva una existencia humana plena la persona cuyo corazón está lleno de compasión, cuyas palabras están adornadas con la Verdad y cuyo cuerpo está dedicado a servir a otros. La plenitud en la vida está caracterizada por la armonía de pensamiento, palabra y acción.
El corazón debe estar lleno de compasión. Cada palabra de un ser humano debe estar adornada con la Verdad. Todos tienen que advertir cuál es el propósito de la vida humana. El antiguo adagio declara: “El cuerpo es otorgado para servir a otros”. El cuerpo debería ser utilizado no solo para los propósitos personales, sino también para el beneficio de otros.
En cada ser humano la Divinidad está presente en una forma sutil. Sin embargo, esta presencia no manifestada de lo Divino engaña al hombre y le hace creer que Dios no existe. Las innumerables olas del vasto océano contienen la misma agua que el océano sin importar sus formas.
Del mismo modo, aunque los seres humanos tienen innumerables nombres y formas, cada uno es una ola del océano de Ser- Conciencia-Bienaventuranza (Sat-Chit-Ananda).
Cada ser humano está dotado de inmortalidad. Es la encarnación del amor. Lamentablemente, el hombre no logra compartir este amor con otros en la sociedad. Esto se debe, sobre todo, al hecho de que el hombre está consumido por el egoísmo y el interés personal. Todas sus palabras, pensamientos y acciones están inspirados por su propio interés. Se ha vuelto una marioneta en las manos del interés personal.
Solo cuando este interés personal sea erradicado, el hombre podrá manifestar su divinidad interior. Cada individuo es una encarnación de lo Divino. Sin embargo, pocos tratan de comprenderlo. El hombre desarrolla apego al cuerpo, olvida su esencia Divina y vive una existencia sin sentido.
Para librarse del egoísmo, el hombre tiene que dedicarse al servicio desinteresado y a cantar el nombre de Dios.
Hoy las personas son perezosas y dependen de otros para muchas cosas que pueden realizar ellas mismas. Los antiguos gobernantes solían enseñar a sus súbditos estas lecciones de confianza en uno mismo.
Cuando la reina estaba atendiendo al rey Bhoja, descubrió que su cabello empezaba a encanecer debido al paso de los años. Ella se entristeció a causa del comienzo de la vejez, pero el rey le dijo que estos eran los primeros signos que mostraban que él debía prepararse para su fin. Hay cuatro signos de la providencia que muestran lo que le espera al hombre. La primera advertencia viene del cabello, que encanece. Si se la pasa por alto, entonces aparecen las cataratas, que empañan la vista. El tercer mensaje de la providencia es la aparición de arrugas. La cuarta advertencia llega cuando las manos y los pies comienzan a temblar. Si todos estos avisos se pasan por alto, el final llega en el momento establecido.
“Así como es el rey son los súbditos” Prestando atención a la primera advertencia, el rey hizo llamar a su primer ministro y le dijo que se dirigía al bosque para hacer penitencia y que dejaba los asuntos del reino a cargo del ministro. En cuanto los súbditos se enteraron de la decisión del rey, declararon que ellos también irían al bosque a hacer penitencia para asegurarle una larga vida al rey, ya que no tenía sentido permanecer en el reino sin su afectuoso y adorable monarca. El pueblo ofreció penitencias, y el Señor se apareció ante ellos y les preguntó qué querían. Dijeron que el Señor debía bendecir a su rey con una larga vida. “Que así sea”, dijo el Señor. El pueblo anunció con alegría que el Señor había otorgado al rey cien años de vida. En el instante en que oyó esto, la reina pidió permiso al rey para ir al bosque a hacer penitencia.
Mientras el pueblo se preguntaba qué había impulsado a la reina a ir al bosque, el Señor se apareció ante esta y le preguntó qué quería. La reina contestó que una larga vida para el rey sin la misma longevidad para el pueblo la llenaba de aflicción.
Complacido con su noble plegaria, el Señor dijo que no solo el pueblo sino también la reina serían bendecidos con una larga vida.
En aquellos días sagrados, el pueblo y los gobernantes eran igualmente nobles y magnánimos, igualmente bondadosos. Según el adagio: “Así como es el rey son los súbditos”. Hoy es raro encontrar tales gobernantes o tales ciudadanos. Cada uno se revuelca en su propio egoísmo.
Es esencial que todos cultiven un punto de vista amplio. Deben reconocer que Dios es el morador interno en cada corazón. Solo entonces la condición humana será significativa y redentora.
Fuente: Discurso del 14 de septiembre de 1997