«He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (Lc 12, 49). Los Apóstoles, junto a los fieles de las distintas comunidades, han llevado esta llama divina hasta los últimos confines de la tierra; han abierto así un camino para la humanidad, un camino luminoso, y han colaborado con Dios que con su fuego quiere renovar la faz de la tierra. ¡Qué distinto este fuego del de las guerras y las bombas! ¡Qué distinto el incendio de Cristo, que la Iglesia propaga, respecto a los que encienden los dictadores de toda época, incluido el siglo pasado, que dejan detrás de sí tierra quemada! El fuego de Dios, el fuego del Espíritu Santo es el de la zarza que arde sin quemarse (cf. Ex 3, 2). Es una llama que arde, pero no destruye; más aún, ardiendo hace emerger la mejor parte del hombre, su parte más verdadera, como en una fusión hace emerger su forma interior, su vocación a la verdad y al amor. Un Padre de la Iglesia, Orígenes, en una de sus homilías sobre Jeremías, refiere un dicho atribuido a Jesús, que las Sagradas Escrituras no recogen, pero que quizá sea auténtico; reza así: «Quien está cerca de mí está cerca del fuego» (Homilía sobre Jeremías L. I [III]). En efecto, en Cristo habita la plenitud de Dios, que en la Biblia se compara con el fuego. Hemos observado hace poco que la llama del Espíritu Santo arde, pero no se quema. Y, sin embargo, realiza una transformación y, por eso, debe consumir algo en el hombre, las escorias que lo corrompen y obstaculizan sus relaciones con Dios y con el prójimo. (Benedicto XVI – Homilía, 23 de mayo de 2010)
Lectura del Día
Lectura del libro de Jeremías
Jeremίas 38, 4-6. 8-10
Durante el sitio de Jerusalén, los jefes que tenían prisionero a Jeremías dijeron al rey: «Hay que matar a este hombre, porque las cosas que dice desmoralizan a los guerreros que quedan en esta ciudad y a todo el pueblo. Es evidente que no busca el bienestar del pueblo, sino su perdición».
Respondió el rey Sedecías: «Lo tienen ya en sus manos y el rey no puede nada contra ustedes». Entonces ellos tomaron a Jeremías y, descolgándolo con cuerdas, lo echaron en el pozo del príncipe Melquías, situado en el patio de la prisión. En el pozo no había agua, sino lodo, y Jeremías quedó hundido en el lodo.
Ebed-Mélek, el etíope, oficial de palacio, fue a ver al rey y le dijo: «Señor, está mal hecho lo que estos hombres hicieron con Jeremías, arrojándolo al pozo, donde va a morir de hambre».
Entonces el rey ordenó a Ebed-Mélek: «Toma treinta hombres contigo y saca del pozo a Jeremías, antes de que muera».
Evangelio del Día
Lectura del santo evangelio según san Lucas
Lucas 12, 49-53
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «He venido a traer fuego a la tierra, ¡y cuánto desearía que ya estuviera ardiendo! Tengo que recibir un bautismo, ¡y cómo me angustio mientras llega! ¿Piensan acaso que he venido a traer paz a la tierra? De ningún modo. No he venido a traer la paz, sino la división. De aquí en adelante, de cinco que haya en una familia, estarán divididos tres contra dos y dos contra tres. Estará dividido el padre contra el hijo, el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra».