La Unidad del Ser con Dios ha sido uno de los temas principales de la espiritualidad de la India. Dentro de la tradición cristiana, similar concepto puede hallarse en el Evangelio de Juan, que es prolífico en afirmaciones de Unidad entre Jesús y el Padre Divino: «Yo y el Padre somos uno» (Jn, 10,30), así como de Jesús con sus seguidores. En Juan 17,11, Cristo ora al Padre y pide por sus discípulos: «Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros». Como si se tratara de unidades concéntricas, las mismas comienzan desde Dios Padre y se expanden primero (en rigor de verdad fuera del tiempo) hacia Dios Hijo, encarnado en Cristo, y luego hacia su Iglesia, su «cuerpo místico» que actúa en la temporalidad de este mundo.
Si Dios es Uno, las tres personas de la Trinidad también son Uno. Cristo es por tanto uno con su Padre. ¿Pero qué ocurre con el resto de la Creación? Aquí Jesús separa entre quienes son de Dios, quienes escuchan y ponen en práctica su palabra y lo que llama «el mundo» como fuente de tentación y mal:
«Yo les he entregado tu palabra y el mundo los odia, porque no son del mundo, como yo tampoco soy del mundo. No te pido que los saques del mundo, sino que los libres del mal. Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo» (Jn. 17,14).
No pide a Dios que los saque del mundo, por el contrario, que los deje actuando, ya que son Luz disipando tinieblas. La Luz no está hecha para irse del mundo, sino para iluminarlo, sin contaminarse:
«Ustedes son la luz del mundo. Una ciudad situada sobre un monte no se puede ocultar; ni se enciende una lámpara y se pone debajo de una vasija, sino sobre el candelero, y alumbra a todos los que están en la casa. Así brille la luz de ustedes delante de los hombres, para que vean sus buenas acciones y glorifiquen a su Padre que está en los cielos» (Mt. 5,14).
El problema no es la Creación en sí, en tanto obra de Dios, sino el encantamiento y la engaño que el mundo produce en el ser humano al desviarlo de su atención a Dios. Por eso pide a su Padre «que los libres del mal». Libres del mal podrán irradiar su luz en el mundo. Asimismo, les pide que puedan conservar en el mundo la luz que ya existe, por eso convoca a sus seguidores a ser «sal de la tierra», un elemento que se usaba en esa época especialmente para conservar los alimentos y, como en la actualidad, para realzar su sabor: «Ustedes son la sal de este mundo. Pero si la sal deja de estar salada, ¿cómo podrá recobrar su sabor? Ya no sirve para nada, así que se la tira a la calle y la gente la pisotea» (Mt. 5,13).
Para poder ser sal de la tierra y luz del mundo, el «cuerpo místico de Cristo», el conjunto de su Iglesia debe ser uno con el Hijo y por lo tanto con su Padre. Esto se logra escuchando su palabra y poniéndola en práctica.
De acuerdo al apóstol Pablo, para esta misión, las almas han sido elegidas por Dios desde antes de la creación del mundo: «Dios nos escogió en él antes de la creación del mundo, para que vivamos en santidad y sin mancha delante de él. En amor nos predestinó para ser adoptados como hijos suyos por medio de Jesucristo, según el buen propósito de su voluntad, para alabanza de su gloriosa gracia, que nos concedió en su Amado» (Efesios 1, 4-7).
Sin embargo, no todos en este mundo tienen esta condición de ser hijos de la Luz, también existen seres cuya misión es servir al engaño y la ilusión. Son seres que no conocen la Luz de Dios: «Ellos le dijeron: ¿Dónde está tu Padre? Respondió Jesús: Ni a mí me conocéis, ni a mi Padre; si a mí me conocieseis, también a mi Padre conoceríais» (Jn. 8,19). Son seres de este mundo que viven para servir al mundo: «Y les dijo: Vosotros sois de abajo, yo soy de arriba; vosotros sois de este mundo, yo no soy de este mundo» (Jn. 8,23).
Este es el rol que juega el engaño (Maya para los hindúes), al punto tal de encarnarse en los fariseos como agentes del mal que intentan matar a Cristo, son seres que «no pueden escuchar», no solo no quieren, está en su misión no hacerlo, son hijos de la oscuridad: «Jesús entonces les dijo: Si vuestro padre fuese Dios, ciertamente me amaríais; porque yo de Dios he salido, y he venido; pues no he venido de mí mismo, sino que él me envió. ¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi palabra. Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y los deseos de vuestro padre queréis hacer. Él ha sido homicida desde el principio, y no ha permanecido en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando habla mentira, de suyo habla; porque es mentiroso, y padre de mentira. Y a mí, porque digo la verdad, no me creéis. ¿Quién de vosotros me redarguye de pecado? Pues si digo la verdad, ¿por qué vosotros no me creéis? El que es de Dios, las palabras de Dios oye; por esto no las oís vosotros, porque no sois de Dios». (Jn. 8,42-47)
La cuestión de la unidad con lo Divino ha sido abordada por la tradición espiritual de la India desde tiempos remotos.
En el Capítulo 6, verso 29, del Bhagavad Gita, Krishna describe a Arjuna la visión del yogui que percibe la unidad: «El que está unido en yoga ve al Ser en todos los seres y a todos los seres en el Ser, viendo lo mismo en todas partes». Esto refleja la unidad entre todos los seres vivos y lo divino, promoviendo una visión de igualdad y conexión universal.
En el Capítulo 2, verso 12, del mismo texto sagrado, Krishna explica que el alma es eterna y no perece:
«Nunca hubo un tiempo en que yo no existiera, ni tú, ni todos estos reyes; ni en el futuro alguno de nosotros dejará de existir». Las almas son eternas y están unidas en su esencia con la divinidad, trascendiendo las diferencias individuales, el engaño del mundo (Maya) que nos muestra a todos como separados y por lo tanto nos conduce al error.
En el Capítulo 9, verso 22, Krishna promete su protección a quienes se entregan a él con devoción:
«A aquellos que siempre están absortos en mí, que me adoran con devoción exclusiva, yo les proveo lo que les falta y preservo lo que tienen». Imposible no recordar aquí el pasaje de Mateo en que Jesús enseña: «Por lo tanto, buscad primeramente el reino de los cielos y el hacer lo que es justo delante de Dios, y todas esas cosas se os darán por añadidura» (Mt. 6,33).
Krishna es el Ser de todos los seres:Yo soy el Ser, oh Gudakesha, que reside en el corazón de todos los seres; yo soy el principio, el medio y el fin de todos los seres» (Capítulo 10, Verso 20).
En Génesis 2,7 dice: «Entonces Dios formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida, y fue el hombre un ser viviente». O sea, para la tradición cristiana, el ser humano tiene vida, tiene conciencia, por recibir el «aliento de vida» de Dios, una chispa de Dios en su interior le da la vida, hechos a imagen y semejanza de Dios. De ahí Jesús pueda decir en Juan 10,34 «Respondióles Jesús: ¿No está escrito en vuestra ley: Yo dije, Dioses sois?». Si somos hechos a imagen y semejanza de nuestro Padre, compartimos su dignidad divina.
Que el ser humano tenga dignidad divina ha significado una transformación radical en la historia de la Humanidad. Bajo este concepto, la esclavitud de la Antigüedad pagana fue gradualmente desapareciendo de la faz de la tierra. Con este nuevo criterio, ya nunca más un ser humano debía ser comprado y vendido como una cosa, tal y como permitía el derecho romano. Nunca más un ser humano podría pisotear y destruir a otro como si fuera un mero objeto. El ser humano pasó a gozar de dignidad divina, por lo que merece ser tratado siempre con el mayor de los respetos.
Por último, en el Capítulo 4, verso 35, Krishna habla sobre el conocimiento que revela la unidad subyacente: «Cuando hayas alcanzado el conocimiento y la Iluminación, entonces verás que todos los seres están en mí, y que todos son míos».
De manera similar, Cristo, en el Evangelio de Juan, pide a su Padre que sus seguidores sean uno con Dios: «No oro solamente por estos, sino también por aquellos que, por su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno; como tú, Padre, estás en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que me diste, para que sean uno, así como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfeccionados en la unidad, y así el mundo reconozca que tú me enviaste y que los has amado a ellos tal como me has amado a mí» (Jn. 17,21-23).
Fausto – Planeta Holístico