
“¿No saben acaso ustedes que son el templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?”, dice el apóstol San Pablo en su primera carta a los Corintios (3,16). En Rm 5:5, insiste con la misma idea: «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo».
Contemplar la presencia del Espíritu Divino en el corazón es la forma en la que las antiguas tradiciones de la India encararon lo que hoy Occidente llama “meditación”. Infinidad de textos del hinduísmo proponen visualizar la forma de Dios en el corazón.
En las Upanishads se dice: “Más pequeño que lo pequeño, mayor que lo grande, el Atman está situado en el corazón de cada criatura. El hombre sin esfuerzo lo contempla, liberado del dolor. Cuando deja el cuerpo, se libera de los grilletes del gozo y el dolor” (Katha Upanishad, 1.3.20).
Textos tántricos como Śat-cakra-nirūpaṇa (siglo XVI), Śiva-saṃhitā (siglos XIV-XV) o Śārada-tilaka (siglo XIII) intentan poner este principio en práctica y proponen visualizar la forma de la deidad en el chakra del corazón (anahata, para los hindúes, en el centro del pecho, como corazón espiritual simbólico), usualmente sobre una flor de loto de luz, de 8 o 12 pétalos.
Un cristiano bien podría visualizar a Cristo en su corazón y ofrecerle allí pensamientos puros, oraciones y adoración. Mantener su mente fija en la presencia de Jesús en el corazón y dejar que sea Cristo en uno quien se exprese en lugar de nuestro ego. De igual forma, una meditación cristiana posible consiste en visualizar el Sagrado Corazón de Jesús y enfocarse en sentir sus cualidades, como amor divino, puro y desinteresado. También se puede visualizar al Espíritu Santo, sintiendo su infinita fuerza y sabiduría. En Pentecostés, a la Tercera Persona de la Trinidad se la representa simbólicamente como una llama de fuego sobre la cabeza (Hch 2:3), que desciende al corazón para purificar y encender el amor.
Santa Gertrudis la Grande (siglo XIII) oraba: «Oh Sagrado Corazón de Jesús, fuente de vida eterna, Tu Corazón es un horno resplandeciente de Amor… consume mi corazón con el fuego ardiente con el que el Tuyo está en llamas. Derrama sobre mi alma las gracias que brotan de tu amor. Que mi corazón se una al tuyo».
Cabe recordar que la adoración es siempre y solo a Dios, no a una imagen, creación de la imaginación y de la mente. La imagen funciona como una forma de direccionar la mente hacia Dios. Del mismo modo que una fotografía en un portarretrato de nuestro hijo, no es nuestro hijo, sino una forma de acordarnos de él, una imagen de Dios es solo un instrumento para direccionar nuestra mente hacia la Divinidad.
Visualizar a Cristo, su Sagrado Corazón o al Espíritu Santo en nuestro corazón no contradice en absoluto la doctrina católica; al contrario, es una práctica profundamente arraigada y alentada por la Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia. Esta forma de contemplación se enmarca en la oración meditativa y contemplativa, que busca la unión íntima con Dios, purificando el corazón y conformándolo al de Cristo.
“Para que por fe Cristo habite en sus corazones. Y pido que, arraigados y cimentados en amor, puedan comprender, junto con todos los creyentes, cuán ancho y largo, alto y profundo es el amor de Cristo», dice Pablo en Efesios 3,17.
En la espiritualidad ignaciana, se usa la «imaginación contemplativa» para «ver» a Jesús. Colocarlo simbólicamente en el propio corazón para una comunión más profunda no es idolatría sino medio para adorar al Dios invisible revelado en una forma concreta,
En cuanto al Espíritu Santo, visualizarlo como fuego (Hch 2:3) o como una paloma luminosa y radiante (Mt 3:16) permite sentir a Dios habitando el corazón y como fundamento de nuestro ser.
Se sabe que aquello en lo que uno se concentra tiende a aumentar, a crecer. Se trate de una molestia física, de una sensación, de un pensamiento, de una emoción, etc. De igual forma, si nos concentramos en la Luz de Dios en nosotros, la consecuencia es que el ego pasa a perder fuerza, mientras que lo Divino crece, moldeando pensamientos, palabras y acciones, convirtiéndolos en expresión de la Bondad, la Verdad y la Belleza en este mundo.
“Haz de mí un instrumento de tu paz”, pedía en sus oraciones San Francisco de Asís. Ser un instrumento, un canal, para que lo Divino se exprese en este mundo. Esto no es un gusto ni un lujo, es una necesidad concreta y un imperativo ético en un mundo de oscuridad como en el que vivimos, regido por la codicia de los poderosos, con las consecuencias que vemos a diario en la sociedad: tristeza, decaimiento, depresión, crímenes, suicidio, corrupción, narcotráfico, etc.
En este contexto hemos sido llamados hace ya 2000 años a ser “luz del mundo y sal de la tierra”. Para ser lámparas en medio de la oscuridad, la luz ya la tenemos. En tanto hijos de Dios, somos de estirpe divina, ya que, como dice San Pablo, el Espíritu de Dios habita en nosotros. Para que esta luz se expanda y llegue a tocar a las personas que más la necesitan debemos limpiar los vidrios de la lámpara, las ventanas de nuestro templo.
Si somos templos de Dios, lo somos en cuerpo y alma. Debemos cuidar y limpiar nuestro cuerpo por dentro y por fuera, manteniéndonos sanos y con energía. De lo contrario, poco y nada podremos hacer por ayudar a los demás. Asimismo, debemos cuidar y limpiar nuestra mente de todo egoísmo. Las palabras de Jesús son muy claras: “Quien quiera seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt. 16:24). El famoso yo ilusorio que conduce al sufrimiento que detectó el budismo, debe perder entidad, debe perder energía. Quien anhele la sabiduría, debe primero ser humilde, hacer cenizas de su ego para que la luz pueda brillar.
Por eso San Pablo dice “Nadie se engañe a sí mismo; si alguno entre vosotros se cree sabio en este siglo, hágase ignorante, para que llegue a ser sabio” (1 Corintios 3, 18).
Mientras nuestra atención esté puesta en nuestra auto-imagen, el ego crecerá. Querremos ser famosos, ricos, bellos, inteligentes, exitosos, etc. Nuestro altar (nuestro templo en palabras de San Pablo), estará dedicado a nuestro auto-enaltecimiento, en el fondo una auto-idolatría como la que propone el luciferianismo. Cuando nuestra atención se desplace de nuestra auto-imagen a lo Divino, nuestro ego perderá fuerza hasta algún día desaparecer. Entonces la luz de Dios brillará para todos, en medio de una lámpara cuyos vidrios han sido limpiados.
Fausto
Planeta Holístico