¿Qué es Pentecostés? Significado del fuego y el viento. Meditación de Pentecostés

¿Qué se celebra en Pentecostés?

Pentecostés proviene de la palabra griega Pentekoste, que significa “quincuagésimo”, precisamente porque se celebra 50 días después de la Pascua, dando así por concluido este tiempo gracias a la venida del Espíritu Santo sobre la Virgen María y los apóstoles.

La fiesta de Pentecostés es una solemnidad de primer orden en la Iglesia, tan sólo por detrás de la Pascua, la resurrección de Cristo. Pentecostés forma junto con la Pascua una unidad, pues supone la conclusión de la cincuentena pascual. En ella se vive la relación que existe entre la Resurrección de Jesús, su Ascensión y la venida del Espíritu Santo, con la que además nace la Iglesia, motivo por el cual está festividad es tan importante para los católicos.

Gracias a que el Espíritu Santo descendió sobre aquella comunidad, infundiendo sobre ella sus siete dones y el valor necesario para anunciar la Buena Nueva por todo el mundo, se inició así esta gran obra encomendada por el Señor, que es su Iglesia.

Por otro lado, el trasfondo histórico de Pentecostés se remonta a la fiesta judía del Shavuot, en la que se celebran los 50 días de la aparición de Dios en el monte Sinaí. Cuando Dios entrega los mandamientos al Pueblo de Israel. Los primeros cristianos son judíos y estaban reunidos en ese día del Pentecostés judío cuando el Espíritu Santo descendió sobre ellos.

La Biblia, en los Hechos de los Apóstoles, narra así el acontecimiento de nuestra fiesta: “Cuando llegó la fiesta de Pentecostés, todos los creyentes se encontraban reunidos en un mismo lugar. De repente, un gran ruido que venía del cielo, como de un viento fuerte, resonó en toda la casa donde ellos estaban. Se les aparecieron lenguas como de fuego que se repartieron, y sobre cada uno de ellos se asentó una. Y todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu hacía que hablaran”.

¿Qué nació en Pentecostés?

Con la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles y la Virgen María nace la Iglesia, comunidad de todos los creyentes. Cristo ya ascendió y quedó con ellos el Espíritu que los acompañará en una labor que daría frutos inmensos. Así queda de manifiesto en la encíclica Dominum et Vivificantem de San Juan Pablo II sobre el Espíritu Santo en la vida de la Iglesia y del mundo.

“Consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre la tierra (cf. Jn 17, 4) fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente a la Iglesia y para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu (cf. Ef 2, 18). EÉ es el Espíritu de vida o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4, 14; 7, 38-39), por quien el Padre vivifica a los hombres, muertos por el pecado, hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo (cf. Rom 8, 10-11 )”, dice la constitución Lumen Gentium.

De este modo, San Juan Pablo II añadía en su encíclica que fue así como el Concilio “habla del nacimiento de la Iglesia el día de Pentecostés”. En su opinión, tal acontecimiento constituye la manifestación definitiva de lo que se había realizado en el mismo Cenáculo el domingo de Pascua. Cristo resucitado vino y ‘trajo’ a los apóstoles el Espíritu Santo. Se lo dio diciendo: ‘Recibid el Espíritu Santo’. Lo que había sucedido entonces en el interior del Cenáculo, ‘estando las puertas cerradas’, más tarde, el día de Pentecostés es manifestado también al exterior, ante los hombres. Se abren las puertas del Cenáculo y los apóstoles se dirigen a los habitantes y a los peregrinos venidos a Jerusalén con ocasión de la fiesta, para dar testimonio de Cristo por el poder del Espíritu Santo. De este modo se cumple el anuncio: ‘El dará testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio’”.

El Papa polaco añadía que en otro documento conciliar se lee que “el Espíritu Santo obraba ya, sin duda, en el mundo antes de que Cristo fuera glorificado. Sin embargo, el día de Pentecostés descendió sobre los discípulos para permanecer con ellos para siempre; la Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; comenzó la difusión del Evangelio por la predicación entre los paganos”.

Por ello, señalaba igualmente que “la era de la Iglesia empezó con la ‘venida’, es decir, con la bajada del Espíritu Santo sobre los apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén junto con María, la Madre del Señor. Dicha era empezó en el momento en que las promesas y las profecías, que explícitamente se referían al Paráclito, el Espíritu de la verdad, comenzaron a verificarse con toda su fuerza y evidencia sobre los apóstoles, determinando así el nacimiento de la Iglesia. De esto hablan ampliamente y en muchos pasajes los Hechos de los Apóstoles de los cuáles resulta que, según la conciencia de la primera comunidad, cuyas convicciones expresa Lucas, el Espíritu Santo asumió la guía invisible —pero en cierto modo ‘perceptible’— de quienes, después de la partida del Señor Jesús, sentían profundamente que habían quedado huérfanos. Estos, con la venida del Espíritu Santo, se sintieron idóneos para realizar la misión que se les había confiado. Se sintieron llenos de fortaleza. Precisamente esto obró en ellos el Espíritu Santo, y lo sigue obrando continuamente en la Iglesia, mediante sus sucesores. Pues la gracia del Espíritu Santo, que los apóstoles dieron a sus colaboradores con la imposición de las manos, sigue siendo transmitida en la ordenación episcopal. Luego los Obispos, con el sacramento del Orden hacen partícipes de este don espiritual a los ministros sagrados y proveen a que, mediante el sacramento de la Confirmación, sean corroborados por él todos los renacidos por el agua y por el Espíritu; así, en cierto modo, se perpetúa en la Iglesia la gracia de Pentecostés”.

¿Cómo fueron los hechos de Pentecostés?

San Lucas recoge detalladamente en los Hechos de los Apóstoles lo que ocurrió en el Cenáculo, el mismo lugar en el que Cristo celebró la Última Cena con los discípulos. El día de Pentecostés descendió sobre los allí presentes el Espíritu Santo. Así lo recoge Lucas:

“Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. De repente, se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente, y llenó toda la casa donde se encontraban sentados. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse. Residían entonces en Jerusalén judíos devotos venidos de todos los pueblos que hay bajo el cielo. Al oírse este ruido, acudió la multitud y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Estaban todos estupefactos y admirados, diciendo: ‘¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno de nosotros los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos, elamitas y habitantes de Mesopotamia, de Judea y Capadocia, del Ponto y Asia, de Frigia y Panfilia, de Egipto y de la zona de Libia que limita con Cirene; hay ciudadanos romanos forasteros, tanto judíos como prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las grandezas de Dios en nuestra propia lengua’. Estaban todos estupefactos y desconcertados, diciéndose unos a otros: ‘¿Qué será esto?’. Otros, en cambio, decían en son de burla: ‘Están borrachos’. Entonces Pedro, poniéndose en pie junto con los Once, levantó su voz y con toda solemnidad declaró ante ellos: ‘Judíos y vecinos todos de Jerusalén, enteraos bien y escuchad atentamente mis palabras. No es, como vosotros suponéis, que estos estén borrachos, pues es solo la hora de tercia, sino que ocurre lo que había dicho el profeta Joel: ‘Y sucederá en los últimos días, dice Dios, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán y vuestros jóvenes verán visiones y vuestros ancianos soñarán sueños; y aun sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días, y profetizarán. Y obraré prodigios arriba en el cielo y signos abajo en la tierra, sangre y fuego y nubes de humo. El sol se convertirá en tiniebla y la luna en sangre, antes de que venga el día del Señor, grande y deslumbrador. Y todo el que invocare el nombre del Señor se salvará’. Israelitas, escuchad estas palabras: a Jesús el Nazareno, varón acreditado por Dios ante vosotros con los milagros, prodigios y signos que Dios realizó por medio de él, como vosotros mismos sabéis, a este, entregado conforme al plan que Dios tenía establecido y previsto, lo matasteis, clavándolo a una cruz por manos de hombres inicuos. Pero Dios lo resucitó, librándolo de los dolores de la muerte, por cuanto no era posible que esta lo retuviera bajo su dominio, pues David dice, refiriéndose a él: ‘Veía siempre al Señor delante de mí, pues está a mi derecha para que no vacile. Por eso se me alegró el corazón, exultó mi lengua, y hasta mi carne descansará esperanzada. Porque no me abandonarás en el lugar de los muertos, ni dejarás que tu Santo experimente corrupción. Me has enseñado senderos de vida, me saciarás de gozo con tu rostro’. Hermanos, permitidme hablaros con franqueza: el patriarca David murió y lo enterraron, y su sepulcro está entre nosotros hasta el día de hoy. Pero como era profeta y sabía que Dios le había jurado con juramento sentar en su trono a un descendiente suyo, previéndolo, habló de la resurrección del Mesías cuando dijo que no lo abandonará en el lugar de los muertos y que su carne no experimentará corrupción. A este Jesús lo resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Exaltado, pues, por la diestra de Dios y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, lo ha derramado. Esto es lo que estáis viendo y oyendo. Pues David no subió al cielo, y, sin embargo, él mismo dice: Oráculo del Señor a mi Señor: ‘Siéntate a mi derecha, y haré de tus enemigos estrado de tus pies’. Por lo tanto, con toda seguridad conozca toda la casa de Israel que al mismo Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías’”.

Rápidamente, esta nueva fiesta de Pentecostés que se produjo con esta efusión se empezó a celebrar entre los primeros cristianos como una solemnidad de primer orden. Así era para San Pablo, tal y como recoge otro pasaje de los Hechos de los Apóstoles: “Pablo se había propuesto no hacer escala en Éfeso para no tener que demorarse en Asia, pues tenía prisa por estar en Jerusalén, si era posible, el día de Pentecostés”.

En este día se revela plenamente la Santísima Trinidad. Desde ese día el Reino anunciado por Cristo está abierto a todos los que creen en Él: en la humildad de la carne y en la fe, participan ya en la comunión de la Santísima Trinidad. Con su venida, que no cesa, el Espíritu Santo hace entrar al mundo en los «últimos tiempos», el tiempo de la Iglesia, el Reino ya heredado, pero todavía no consumado”.


MEDITACIÓN DE PENTECOSTÉS

Lo primero es prepararte para la oración. Busca un lugar tranquilo, siéntate cómoda/o, ojalá con la espalda erguida, los pies apoyados en el suelo y las manos sobre los muslos.
Cierra los ojos y respira lenta y profundamente tres veces, inhalando por la nariz y exhalando por la boca, luego sigue tu ritmo normal de respiración y recorre tu cuerpo desde
los pies hasta la cabeza, soltando cualquier tensión que haya, tomando el tiempo que requieras.

Una vez relajada/o, cruza ambas manos sobre tu corazón, siente como late, siente la tibieza que se genera, siente la vida que hay al interior tuyo, allí habita Dios, siente su calor y su
ternura, siente el amor que te quiere trasmitir, gusta esta experiencia el tiempo que desees.

Si están rezando en grupo o familia, una persona puede dirigir la relajación.

1. En el día de pentecostés celebramos la venida del Espíritu Santo prometido por Jesús a sus apóstoles y con eso el nacimiento de la Iglesia.
Con ocasión de esta fiesta, podemos meditar lo que significa para mí recibir al Espíritu de Jesús y ser parte de su Iglesia.

2. Cuatro textos que pueden ayudar:
a) Juan 14,15. Es la gran promesa de Jesús. El pedirá al Padre que envíe el Espíritu Santo y seremos uno con el Padre y con Él; seremos templos vivos de Dios;
amaremos y seremos amados por el Señor. Jesús nos dice que nos conviene que él se vaya. De aquí surge una profunda unidad con Dios y una hondura en
nuestro corazón. No estamos solos. La verdadera santidad será esta unión mística y radical con Dios que dará muchos frutos

b) Hechos de los Apóstoles capítulo 2,1-18; la venida del Espíritu Santo produce un cambio radical en los apóstoles, como personas y como grupo. Un mismo espíritu nos une dentro de su diversidad. Ellos toman la responsabilidad de la Iglesia para anunciar la buena noticia de Jesús. Estarán dispuestos a dar su vida por el Reino anunciado. En ese momento, ellos comprendieron las escrituras y todo lo que Jesús había tratado de enseñarles. Salieron de su encierro y su lenguaje fue entendido por todos, porque la lengua del amor es universal.

c) Primera Corintios 12: Los dones del Espíritu prometido. El apóstol Pablo habla de la diversidad de dones del espíritu que todos recibieron. Ese espíritu genera la unidad profunda y dentro de la diversidad propia de un cuerpo. Pedir mucho la adhesión a la Iglesia y preguntarse en qué puedo yo servir. La Iglesia leyendo la escritura habla de siete dones (sabiduría, entendimiento, consejo, ciencia, piedad, fortaleza, respeto y veneración a Dios). Pero los efectos de la presencia interna de Dios, mucho más: alegría, humanidad, sencillez, entrega a los demás,
esperanza profunda, ojos nuevos y penetrantes para mirar las cosas y los acontecimientos de la vida, etc. En estos tiempos de pandemia es bueno encontrar la paz y darle sentido a todo lo que estamos viviendo y ese es, también, un don del espíritu.

d) 1-Corintios 13: el más importante don del espíritu es el Amor, el himno famoso de San Pablo es uno de los textos más hermosos de la literatura universal y, también, el más profundo. Es el retrato del verdadero cristiano discípulo de Jesús. El amor engloba todos los dones del espíritu y da profundo sentido. En la fiesta de Pentecostés, vale la pena leer y orar este capítulo detenidamente para pedirle a Dios la humildad de amar, perdonar, y servir sin medida.

Fuentes: ReligionenLibertad.com / Ignaciano.cl

 

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