Por León Tolstoi
Jesús llegó una tarde a las puertas de una ciudad e hizo adelantarse a uno de sus discípulos para preparar la cena. Él, impelido al bien y a la caridad, internóse por las calles hasta la plaza del mercado. Allí vio en un rincón algunas personas agrupadas que contemplaban un objeto en el suelo, y acercóse para ver qué cosa podía llamarles la atención.
Era un perro muerto, atado al cuello por la cuerda que había servido para arrastrarlo por el lodo.
Jamás cosa más vil, más repugnante, más impura, se había ofrecido a los ojos de los hombres.
Y todos los que estaban en el grupo miraban hacia el suelo con desagrado.
-Esto emponzoñará el aire – dijo uno de los presentes -.
-Este animal podrido estorbará la vía pública por mucho tiempo -agregó otro.
-Mirad su piel -dijo un tercero-: no hay un solo fragmento que pudiera aprovecharse para cortar unas sandalias.
-Sus orejas —exclamó un cuarto– son asquerosas y están llenas de sangre.
-Habrá sido ahorcado por ladrón -añadió otro.
Jesús los escuchó, y dirigiendo una mirada de compasión al animal inmundo dijo:
-¡Sus dientes son más blancos y más hermosos que las perlas!
Entonces el pueblo, admirado, volvióse hacia Él, exclamando:
– ¿Quién es éste? ¿Será Jesús de Nazaret? ¡Sólo Él podría encontrar de qué condolerse y hasta algo que alabar en un perro muerto…!
Y todos, avergonzados, siguieron su camino, prosternándose ante el Hijo de Dios.