Síndrome del nido vacío: cuando los hijos se van de casa

Padres y madres abatidos por la emancipación de sus hijos. ¿Qué causa este síndrome y cómo podemos comprenderlo mejor?

Cuando los hijos abandonan el hogar, muchas madres sentimos un gran vacío existencial. Si nos aferramos a la identidad de madres y sólo desde ahí nos relacionamos con el mundo, la vida pierde sentido. Por eso es tan importante desarrollarnos como personas en muchos otros ámbitos. Llega una edad que nos indica que algo ha cambiado para siempre en nuestras vidas. Aparecen sensaciones de vacío cuando los niños se han convertido en adultos, y nuestras virtudes desplegadas en los cuidados y la atención hacia los otros quedan obsoletas.

El síndrome del nido vacío

Independientemente de que hayamos trabajado, tengamos independencia económica o múltiples intereses personales, lo que se pone de manifiesto es en qué ámbito hemos desarrollado nuestra identidad. Es decir, nuestro “ser en el mundo”.

La crianza propiamente dicha de nuestros hijos nos ha llevado varios años de nuestra vida, eso es verdad, pero el valor que hemos otorgado a nuestra identidad en función del acto de ser madres es fruto de una decisión personal.

Y quiero dejar bien clara la diferencia: una cosa es ocuparse de los hijos, estar atentas respondiendo a sus necesidades en la medida de lo posible, escucharlos y comprenderlos, acompañarlos en el crecimiento y apoyarlos en sus dificultades; y otra cosa es anteponer nuestra necesidad de ser reconocidas, de sentirnos vivas o valiosas en la medida en que somos indispensables para el otro. Esto es lo que debemos evitar.

Esta distinción es importante porque, si el hecho de habernos ocupado de nuestros hijos fue fruto de la necesidad de “ser alguien” gracias a la maternidad, y si esta identidad favoreció nuestra autoestima y el despliegue de nuestras virtudes personales, significa que hemos dado prioridad a nuestras necesidades, no a las necesidades de nuestros hijos, aunque ellos se hayan beneficiado con nuestros cuidados.

Entonces, la necesidad por seguir sintiendo que hay algo vivo en nuestro interior, siempre y cuando “el otro nos necesite y nosotras respondamos gracias a nuestros valores maternantes”, es una trampa.

¿Por qué? Porque esta dinámica nos confunde mientras los hijos son pequeños, ya que efectivamente son seres dependientes de cuidados, cobijo y atención. Pero, una vez que crecen y adquieren autonomía, se supone que estos mismos hijos adultos ya no nos necesitan.

Sin embargo, se sienten atrapados respondiendo a nuestra permanente necesidad de seguir siendo madres, es decir, de “ser” a partir del lugar maternal desde el que nos relacionamos con el mundo externo.

Sucede a menudo que estos hijos adultos sienten un cierto hartazgo sin comprender bien por qué. Incluso perciben una gran contradicción, ya que frecuentemente cuentan con una madre prácticamente perfecta, disponible, amable, siempre lista para hacer algo a favor de ellos, algo que ya no precisan ni reclaman.

 Desde la experiencia de la madre entregada y omnipresente, cuando hemos organizado nuestra identidad en función de “ser madre”, la pérdida es muy dolorosa. Porque no sólo nos hemos quedado sin hijo a quien cuidar sino que nos hemos quedado sin identidad. Y esto es mucho más grave para la vivencia interna.

Insisto en que el famoso “síndrome del nido vacío” –como se llama a esa sensación de desazón y pérdida cuando los hijos dejan el hogar de los padres– sólo aparece si hemos construido nuestra identidad en la necesidad de ser reconocidas dentro del hecho de ser madres, de la función maternante.

Si ésa ha sido nuestra realidad, ni siquiera garantiza que hayamos sido mejores mamás. Posiblemente, todo lo contrario. ¿Por qué? Porque si hemos otorgado prioridad a la compensación de nuestra soledad o nuestro desamparo emocional y nos hemos “llenado” a través de las demandas del niño, posiblemente no hemos sido capaces de mirar a ese niño real sino que hemos calmado en primer lugar nuestras propias necesidades emocionales.

Es duro reconocerlo ahora, pero es la manera más honesta de poner las cosas en su lugar.

El momento de volver crecer

Años más tarde, cuando no toleramos que un hijo o una hija adultos busquen distanciarse o nos soliciten que no nos entrometamos en sus vidas privadas, cuando emigran bien lejos y cuando nuestra amargura inunda la relación con esos hijos, es importante reconocer que esta dinámica ya operaba cuando el niño era pequeño, aunque no nos hayamos dado cuenta.

Es decir, que, en estos vínculos, la mirada estuvo dirigida a compensar nuestras carencias.

En cambio, no aparece el síndrome del nido vacío cuando nos hemos vinculado con nuestros hijos desde el reconocimiento de nuestras historias personales; cuando nos hemos hecho cargo de nuestras carencias y hemos buscado ayuda en los lugares adecuados; cuando hemos dado prioridad a las demandas de nuestros hijos satisfaciéndolas con los recursos emocionales que tuvimos disponibles.

Y, sobre todo, cuando nos hemos ocupado de desplegar nuestra identidad en muchos otros ámbitos, a través de la creatividad, de los vínculos amorosos, de las relaciones afectivas, de las amistades, del arte, del estudio, de la búsqueda personal, del deporte, de los intereses políticos, de la ayuda social o del trabajo.

Es posible que durante nuestra juventud no hayamos encontrado modos posibles de desplegar nuestras virtudes esenciales. Tal vez ahora que nuestro hijos ya son mayores sea el momento perfecto.

 

Fuente: Revista digital Mente Sana.

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