En el Antiguo Testamento se refiere al pacto (Berit, en lengua hebrea) que se establecía entre Dios y su pueblo o bien entre Dios y algún personaje concreto (Noé, Abraham, etc.). Pero la Alianza del Antiguo Testamento es fundamentalmente el pacto que estableció Dios con el pueblo judío en el monte Sinaí. Se hace clave en esta Alianza la figura de Moisés, a quien se vincula el contenido de los libros del Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio. En el Nuevo Testamento el término alianza adquiere un contenido nuevo: la muerte y resurrección de Jesucristo, con la que se sella la nueva alianza de Dios con toda la Humanidad.
Durante la peregrinación de los israelitas por el desierto tras la liberación de la esclavitud de Egipto, tuvo lugar un acontecimiento de singular importancia: la Alianza que Dios realizó con su pueblo. Esta alianza establecía una relación de pertenencia mutua: en adelante, Yahvéh sería el único Dios de Israel, e Israel sería para siempre su pueblo. De ahí las exigencias que Dios impuso al pueblo y los derechos de éste; por eso, el pasaje más importante se desarrolla en el texto de Ex 20, en el cual se relata el Decálogo, que señala las obligaciones que se establecían y que el pueblo asumía, y era conveniente conocerlas. Hay otro pasaje paralelo a éste en la tradición deuteronomista (Dt 5).
Pero en el Antiguo Testamento hay otra serie de alianzas anteriores, aunque de menor relevancia. En realidad, la historia de la alianza se confunde con la historia de la salvación. En primer lugar, había sido prometida a Noé después del diluvio (Gen 6,18; 9,9-17) donde se habla de que el signo de la alianza, que aparece por iniciativa de Dios, será el arco iris («mi arco en las nubes»). De modo solemne había sido concertada con Abraham (Gen 15,18; 17,2-21), al cual le prometió una descendencia igual de grande que las estrellas del cielo y las arenas de los mares. Este pacto será el que implique el cambio de nombre; es decir, de su primitivo nombre Abrán a Abraham (Gn 17, 5). El gesto por el (2)que se transmitirá este pacto será mediante la circuncisión (Gn 17, 10), que era en principio un rito que tenía un carácter de iniciación dentro de la vida de la tribu, pero que fue adoptado con significación religiosa. Y Dios ya había obrado maravillas en favor de Israel y lo había liberado de la esclavitud de Egipto con “brazo extendido” que significa la intervención poderosa de Yahveh en favor de los israelitas. En la historia bíblica, también hay una alianza davídica (2 Re 11,17), una alianza tripartita que incluía a Yahvéh, al rey David y al pueblo, por la cual el pueblo pasaba a ser pueblo de Yahvéh.
Sin embargo, es en el Sinaí donde el pueblo acepta la alianza y se compromete a obedecerla de modo solemne (Ex 24, 3-8). El Señor lleva a Moisés a la montaña para concluir su pacto; la iniciativa siempre es de Dios. Moisés, el mediador, hace lectura ante el pueblo de la ley (los mandamientos) que son el contenido de la alianza que el Señor establece con su pueblo. El pueblo, por su parte, se compromete a observar todo aquello que le manda el Señor. Dentro de la profunda experiencia que el pueblo hace de la manifestación de Dios en el Sinaí, la celebración de la alianza ocupa un lugar privilegiado. Así, todo el pueblo participa en este misterio que afecta realmente al futuro de todos. Yahvé, por medio de Moisés, propone la alianza (v 3): él será el Dios de Israel, es decir, su libertador, su defensor, su realizador. Y el pueblo será el pueblo de Yahvé: con toda libertad construirá su personalidad de acuerdo con la voluntad de Dios.
Conviene comprender bien el alcance de este rito: Moisés roció con sangre un altar, símbolo de Dios, doce pequeñas estelas que representaban las doce tribus, y al mismo pueblo. La sangre es símbolo de la vida y, al rociar con la misma sangre, estaba significando que ya compartían la misma vida, Yahvé era su Dios y ellos eran su pueblo. La inmolación de una víctima podía ser de dos formas: el holocausto, es decir, la víctima era totalmente consumida por el fuego; y el sacrificio pacífico o de comunión en el que la víctima sacrificada se dividía en dos, una se ofrecía a Yahveh y la otra la consumía el oferente, dando lugar al banquete ritual, que significaba la comunión del pueblo con Dios. En el Sinaí tienen lugar los dos sacrificios. Con el holocausto se establecía, por una parte, la primacía de Dios sobre todo lo creado; con el sacrificio pacífico, por otra, se establecía la comunión que el hombre tenía con Dios por medio de la participación de la ofrenda.
El rito de la sangre, que nos puede parecer extraño y causar repulsa, tiene un significado muy positivo, pues sella la alianza. Los antiguos pensaban que en la sangre estaba la vida; dar la sangre equivalía a dar la vida. Así, cuando la víctima es sacrificada -se ofrece la víctima a Dios-, Dios responde dando la vida. El sacrificio, implica ciertamente una oblación, una muerte, pero su contenido más profundo es dar la vida. El rito de la aspersión de la sangre significa, por tanto, la respuesta de Dios al sacrificio que se ha ofrecido y al compromiso del pueblo de observar los mandamientos: Dios responde comunicando la vida. La importancia del derramamiento de sangre se ve también en el Mitzvá (rito) del Berit Milá, (el pacto de la circuncisión), o pacto de Abraham pues fue el primer hombre que lo realizó. No es una mera operación física, pues tiene un profundo y valioso sentido religioso, se está sellando el nombre de Dios en el pene, órgano reproductor masculino, el órgano generador de vida.
Es uno de los preceptos más arraigados entre los judíos, y la señal identificadora del pacto que realizó Dios con Abraham y su descendencia de ser el Pueblo elegido. La ceremonia del Berit Milá se lleva a cabo en la mañana del octavo día de vida, y salvo peligro para el recién nacido, no se posterga ni aun por caer en sábado o Yom Kipur. En aquellos casos en que el niño haya nacido sin prepucio, o se convierta al judaísmo una persona ya circuncidada, lo que se hace es realizar un pequeño pinchazo, para que fluya EUCARISTÍA 12una gota de sangre, con lo cual se considera cumplido el precepto. Sólo si el tío materno del neonato falleció por hemorragia durante su circuncisión, éste queda exento de someterse al rito, y se debería a la posible transmisión por vía materna de la hemofilia.
También en el cristianismo se observa una alianza renovada entre Dios y los hombres, y que se media en la muerte y resurrección de Jesús. Se trata de una Nueva Alianza que hace referencia a la antigua y que sólo se comprende a partir de ella. Así aparece entendido en diversos pasajes de los Evangelios (Mt 26,28; Mc 14,24; Lc 22,20) y en 1 Cor 11,25 y otros textos paulinos. La carta a los Hebreos también se hace eco del sentido de alianza, y en varios puntos sitúa a Jesucristo como el nuevo Sumo Sacerdote, aquél que ofrece el sacrificio perfecto y que ha venido como sumo sacerdote de los bienes futuros. El libro del Apocalipsis en su capítulo 21 retoma el tema de la Alianza y unión de Dios con su pueblo.
La alianza sinaítica encuentra su culminación y perfección en esta nueva alianza que Dios establece con los hombres por medio de su Hijo. La alianza ha llegado a su máxima expresión. Ya no es la sangre de animales la que ofrece el sacerdote en el “santo de los santos” (al cual el sumo sacerdote entraba una sola vez al año), ahora es la sangre misma de Cristo, sumo sacerdote, la que se ofrece. El salvador ha entrado de una vez para siempre en el santuario del cielo, está junto al Padre para interceder por nosotros. Todos los ritos anteriores eran simbólicos e imperfectos, y sólo Jesús con su propia sangre ha creado una nueva alianza en la que nos une a Dios de verdad, pues perdona los pecados, nos hace hijos de Dios y capacita para vivir como tales, amando a Dios y a los hermanos. Su sacrificio no consistió en matar animales sino en ofrecerse a vivir haciendo la voluntad del Padre hasta la muerte por amor. Es el único sacrificio agradable a Dios.
De este modo el Señor Jesús concluyó la tradición de aquellos sacrificios «de machos cabríos y de novillos» (Heb 9, 12), ofreciéndose Él mismo como víctima sacrificial y su sangre purificadora como signo de una nueva y definitiva Alianza, que llevaría a su plenitud la antigua Alianza. En efecto, durante la primera Alianza la sangre de animales significaba la reconciliación entre Dios y su pueblo, pero no podía realizarla verdaderamente. “Es imposible que sangre de toros y machos cabríos borre pecados. Por eso, al entrar en este mundo, dice (el Hijo): Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo —pues de mí está escrito en el rollo del libro— a hacer, oh Dios, tu voluntad!” (Heb 10, 4-7; 11). Jesús llevó a su cumplimiento aquello que el antiguo sacerdocio y continuos sacrificios no hacían sino prefigurar y preparar (Heb 9, 9): la Alianza eterna con Dios realizada mediante el sacrificio redentor supremo (Heb 9, 12), ofrecido por el único Mediador entre Dios y los hombres (Heb 9, 15; Rom 5, 15-19; 1Tim 2, EUCARISTÍA 165). El Señor Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote de la Nueva Alianza ha «ofrecido por los pecados un solo sacrificio» (Heb 10, 12), cuyo valor es infinito, que permanece inmutable y perenne en el centro de la economía de la salvación (Heb 7, 24-28).
El relato de la institución de la Eucaristía (Mc 14, 22-24) nos recuerda que el sacramento de la Eucaristía que celebramos es el memorial que Jesús nos ha dejado para que nos unamos y compartamos su sacrificio y así renovemos nuestra participación en la nueva alianza, que ya comenzamos con el bautismo. El acontecimiento que se repite en cada Eucaristía tiene que ver con un Jesús que va a morir, más exacto, a quien se va a matar. A Jesús lo representan el pan y el vino de los que participamos los comensales, y así entramos en comunión con él. En la última cena se anticipa sacramentalmente el sacrificio de Cristo en la cruz, que será el ofrecimiento definitivo y fundará la alianza definitiva. En aquella Cena estaba ya contenida la realidad del sacrificio que estaba próximo a ofrecer en el Altar de la Cruz. La sangre que Cristo ofrece en el cáliz es la sangre de la alianza que será35 derramada por muchos, es decir, en lenguaje semítico, por todos.
En esta cena se evoca la liberación de Egipto y la realización de la alianza sinaítica, que no era entre dos iguales. Dios mismo se comprometía en favor de su pueblo, y el pueblo, por su parte, se comprometía a observar los mandamientos. Con la sangre de Cristo se establece la nueva y definitiva alianza. En su sangre, en el don de su vida, se manifiesta el amor del Padre por el mundo (Jn 3,16), por medio de esta sangre los hombres son liberados de la esclavitud del pecado y absueltos de sus culpas. Dios se compromete a manifestar siempre su amor, su misericordia. Ahora el hombre tiene abierto el camino de la conversión y de la vida eterna. En el sacramento de la Eucaristía Jesús no solamente se queda con sus discípulos, sino que funda con ellos y media su comunión definitiva con Dios.
Por eso es el sumo -el más grande- sacerdote con toda su existencia vivida y entregada a favor de todos. Así a todos purifica -perdona- y habilita para que demos el verdadero culto al Dios vivo con nuestra conducta diaria de amor.
En la Eucaristía, el rito de esta Nueva Alianza, Jesús, en su Cuerpo y Sangre, bajo las especies del pan y del vino, se entrega a todo hombre, como alimento y bebida de salvación. De este modo llegó a cumplir aquello que, aun a riesgo de ser causa de escándalo para muchos, había anunciado en la sinagoga de Cafarnaúm: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. El que come de este pan vivirá para siempre» (Jn 6, 51). En cada Eucaristía se actualiza, de modo incruento, el mismo sacrificio que el Señor Jesús inauguró la noche de la Última Cena y realizó en el Altar de la Cruz. En cada Misa asistimos a la actualización de la nueva alianza. Y este es el sentido profundo de la Eucaristía: aprender de Jesús a distribuirse, a darse, sin miedo a las fuerzas que amenazan la vida. Porque la vida es más fuerte que la muerte. La fe en la resurrección anula el poder de la muerte. Eucaristía quiere decir celebrar la memoria de Jesús que da20140549 su vida por nosotros, a fin de que nos sea posible vivir en Dios y tener acceso al Padre. He aquí el sentido profundo de la Eucaristía: hacer presente en medio de nosotros, y experimentar en la propia vida, la experiencia de Jesús que se da, muriendo y resucitando.
No siempre los cristianos han mantenido este ideal de la Alianza eucarística. Pablo ya critica a la comunidad de Corinto porque cuando celebraban la cena del Señor hacían lo contrario, porque “algunos comen primero su cena y así uno tiene hambre, el otro está borracho” (1Cor 11,20-22). Celebrar la Eucaristía como memorial de Jesús quiere decir asumir y asimilar el proyecto de Jesús. Quiere decir imitar su vida entregada completamente al servicio de la vida de los pobres. Así, el evangelio de Juan, en vez de describir el rito de la Eucaristía, describe cómo Jesús se arrodilla para cumplir el servicio de lavar los pies, al término del cual, Jesús no dice: “Haced esto en memoria mía” (como en la institución de la Eucaristía en Lc 22,19; 1Cor 11,24), sino que dice: “Haced lo que yo he hecho” (Jn 13,15). En vez de ordenar 7que se repita el rito, el evangelio de Juan pide actitudes de vida que mantenga viva la memoria del don sin límite que Jesús hace de sí mismo. Los cristianos de la comunidad de Juan sentían la necesidad de insistir más en el significado de la Eucaristía como servicio, que del rito en sí mismo.
La auténtica alianza con el Señor necesariamente produce una transformación interior, un crecimiento en el amor que lleva a asemejarnos cada vez más a él en todos nuestros pensamientos, sentimientos y actitudes. Si eso no sucede, la comunión más que un verdadero encuentro con Cristo, es un desprecio a quien nuevamente se entrega a mí. Fácilmente caemos en el engaño de querer vivir unidos a Dios sin relación con los demás, que es imposible, pues por el bautismo estamos todos integrados en el cuerpo de Cristo, en el que vivimos unidos a Dios Padre y a los hermanos. Siempre que celebramos la Eucaristía ratificamos nuestra voluntad de vivir esta integración uniéndonos a Jesús y a los hermanos. La liturgia invita a hacer un breve acto de fe inmediatamente antes de comulgar: “El cuerpo de Cristo. Amén”, donde cuerpo se refiere a la cabeza y los miembros. Normalmente pensamos en Cristo cabeza, pero también entramos en comunión con sus miembros. Esto implica el compromiso de vivir integrados en la comunidad cristiana, cada uno según sus cualidades y posibilidades, recibiendo y prestando ayudas para caminar todos juntos y ayudarnos mutuamente.
Fuente: https://sanjuandelacruzparroquia.wordpress.com/2018/06/14/la-conclusion-de-la-antigua-alianza-y-la-proclamacion-de-la-nueva-alianza/