“La alegoría de la caverna”: ¿estás dispuesto a salir? El relato de Platón que nos sigue hablando

¿Puede la educación del espíritu cambiar el mundo?

La alegoría de la caverna pretende poner de manifiesto el estado en que, con respecto a la educación espiritual, o falta de ella, se halla nuestra naturaleza, es decir, el estado en que se halla la mayoría de los hombres con relación al conocimiento de la verdad o a la ignorancia.

Así, los prisioneros representan a la mayoría de la humanidad, esclava y prisionera de su ignorancia e inconsciente de ella, aferrada a las costumbres, opiniones, prejuicios y falsas creencias de siempre. Estos prisioneros, al igual que la mayoría de los hombres, creen que saben y se sienten felices en su ignorancia, pero viven en el error, y toman por real y verdadero: lo que no son sino simples sombras de objetos fabricados y ecos de voces.

Opinión y saber

Este aspecto del relato sirve a Platón para ejemplificar, mediante un lenguaje plagado de metáforas, la distinción entre mundo sensible y mundo inteligible (dualismo ontológico), y la distinción entre opinión y saber (dualismo epistemológico). La función principal del mito es, no obstante, exponer el proceso que debe seguir la educación del filósofo gobernante, tema central del libro VII. Este proceso está representado por el recorrido del prisionero liberado desde el interior de la caverna hasta el mundo exterior, y culmina con la visión del sol.

El relato da a entender que la educación es un proceso largo y costoso, plagado de obstáculos y, por tanto, no accesible a cualquiera. El prisionero liberado debe abandonar poco a poco sus viejas y falsas creencias, los prejuicios ligados a la costumbre; debe romper con su anterior vida, cómoda y confortable, pero basada en el engaño; ha de superar miedos y dificultades para ser capaz de comprender la nueva realidad que tiene ante sus ojos, más verdadera y auténtica que la anterior. De ahí que el prisionero deba ser “obligado”, “forzado”, “arrastrado”, por una “áspera y escarpada subida”, y acostumbrarse poco a poco a la luz de fuera, hasta alcanzar el conocimiento de lo auténticamente real, lo eterno, inmaterial e inmutable: las Ideas.

Pero no acaba aquí la tarea del filósofo: una vez formado en el conocimiento de la verdad, deberá “descender nuevamente a la caverna” y, aunque al principio se muestre torpe y necesite también un período de adaptación, deberá ocuparse de los asuntos humanos, los propios del mundo sensible (la política, la organización del Estado, los tribunales de justicia, etc.).

Es muy importante relacionar este mito con los conocimientos generales sobre la filosofía de Platón, en especial con la teoría de las Ideas, la distinción entre conocimiento y opinión, etc., y poner especial atención en interpretar correctamente las abundantes metáforas del mito (“la visión”, “las cadenas”, “las cosas del interior”, “las cosas de arriba”, “el sol”, etc.) traduciéndolas a los respectivos conceptos de la filosofía platónica.

Compartimos la “Alegoría de la caverna” de Platón

(514a) –Después de eso –proseguí–, compara nuestra naturaleza respecto de su educación y de su falta de educación con una experiencia como ésta. Represéntate hombres en una morada subterránea en forma de caverna, que tiene la entrada abierta, en toda su extensión, a la luz. En ella están desde niños con las piernas y el cuello encadenados, de modo que deben permanecer allí y mirar sólo delante de ellos, porque las cadenas les impiden girar en derredor la cabeza.

Más arriba y más lejos se halla la luz de un fuego que brilla detrás de ellos; y entre el fuego y los prisioneros hay un camino más alto, junto al cual imagínate un tabique construido de lado a lado, como el biombo que los titiriteros levantan delante del público para mostrar, por encima del biombo, los muñecos.

–Me lo imagino.

–Imagínate ahora que, del otro lado del tabique, pasan hombres que llevan toda clase de utensilios y figurillas de hombres y otros animales, hechos en piedra y madera y de diversas clases; y entre los que pasan unos hablan y otros callan.

– Extraña comparación haces, y extraños son esos prisioneros.

–Pero son como nosotros. Pues en primer lugar, ¿crees que han visto de sí mismos, o unos de los otros, otra cosa que las sombras proyectadas por el fuego en la parte de la caverna que tienen frente a sí?

–Claro que no, si toda su vida están forzados a no mover las cabezas.

–¿Y no sucede lo mismo con los objetos que llevan los que pasan del otro lado del tabique?

–Indudablemente.

–Pues entonces, si dialogaran entre sí, ¿no te parece que entenderían estar nombrando a los objetos que pasan y que ellos ven?
–Necesariamente.

–Y si la prisión contara con un eco desde la pared que tienen frente a sí, y alguno de los que pasan del otro lado del tabique hablara, ¿no piensas que creerían que lo que oyen proviene de la sombra que pasa delante de ellos?

–¡Por Zeus que sí!

–¿Y que los prisioneros no tendrían por real otra cosa que las sombras de los objetos artificiales transportados?

–Es de toda necesidad.

–Examina ahora el caso de una liberación de sus cadenas y de una curación de su ignorancia, qué pasaría si naturalmente les ocurriese esto: que uno de ellos fuera liberado y forzado a levantarse de repente, volver el cuello y marchar mirando a la luz, y al hacer todo esto, sufriera y a causa del encandilamiento fuera incapaz de percibir aquellas cosas cuyas sombras había visto antes. ¿Qué piensas que respondería si se le dijese que lo que había visto antes eran fruslerías y que ahora, en cambio está más próximo a lo real, vuelto hacia cosas más reales y que mira correctamente? Y si se le mostrara cada uno de los objetos que pasan del otro lado del tabique y se le obligara a contestar preguntas sobre lo que son, ¿no piensas que se sentirá en dificultades y que considerará que las cosas que antes veía eran más verdaderas que las que se le muestran ahora?

–Mucho más verdaderas.

–Y si se le forzara a mirar hacia la luz misma, ¿no le dolerían los ojos y trataría de eludirla, volviéndose hacia aquellas cosas que podía percibir, por considerar que éstas son realmente más claras que las que se le muestran?

–Así es.

–Y si a la fuerza se lo arrastrara por una escarpada y empinada cuesta, sin soltarlo antes de llegar hasta la luz del sol, ¿no sufriría acaso y se irritaría por ser arrastrado y, tras llegar a la luz, tendría los ojos llenos de fulgores que le impedirían ver uno solo de los objetos que ahora decimos que son los verdaderos?

–Por cierto, al menos inmediatamente.

–Necesitaría acostumbrarse, para poder llegar a mirar las cosas de arriba. En primer lugar, miraría con mayor facilidad las sombras, y después las figuras de los hombres y de los otros objetos reflejados en el agua, luego los hombres y los objetos mismos. A continuación, contemplaría de noche lo que hay en el cielo y el cielo mismo, mirando la luz de los astros y la luna más fácilmente que, durante el día, el sol y la luz del sol.

–Sin duda.

–Finalmente, pienso, podría percibir el sol, no ya en imágenes en el agua o en otros lugares que le son extraños, sino contemplarlo como es en sí y por sí, en su propio ámbito.

–Necesariamente.

–Después de lo cual concluiría, con respecto al sol, que es lo que produce las estaciones y los años y que gobierna todo en el ámbito visible y que de algún modo es causa de las cosas que ellos habían visto.
–Es evidente que, después de todo esto, arribaría a tales conclusiones.

–Y si se acordara de su primera morada, del tipo de sabiduría existente allí y de sus entonces compañeros de cautiverio, ¿no piensas que se sentiría feliz del cambio y que los compadecería?

–Por cierto.

–Respecto de los honores y elogios que se tributaban unos a otros, y de las recompensas para aquel que con mayor agudeza divisara las sombras de los objetos que pasaban detrás del tabique, y para el que mejor se acordase de cuáles habían desfilado habitualmente antes y cuáles después, y para aquel de ellos que fuese capaz de adivinar lo que iba a pasar, ¿te parece que estaría deseoso de todo eso y envidiaría a los más honrados y poderosos entre aquéllos?  ¿O más bien no le pasaría como al Aquiles de Homero, y «preferiría ser un labrador que fuera siervo de un hombre pobre» o soportar cualquier otra cosa, antes que volver a su anterior modo de opinar y a aquella vida?

– Así creo también yo, que padecería cualquier cosa antes que soportar aquella vida.

– Piensa ahora esto: si descendiera nuevamente y ocupara su propio asiento, ¿no tendría ofuscados los ojos por las tinieblas, al llegar repentinamente del sol?

– Sin duda.

– Y si tuviera que discriminar de nuevo aquellas sombras, en ardua competencia con aquellos que han conservado en todo momento las cadenas, y viera confusamente hasta que sus ojos se reacomodaran a ese estado y se acostumbraran en un tiempo nada breve, ¿no se expondría al ridículo y a que se dijera de él que, por haber subido hasta lo alto, se había estropeado los ojos, y que ni siquiera valdría la pena intentar marchar hacia arriba? Y si intentase desatarlos y conducirlos hacia la luz, ¿no lo matarían, si pudieran tenerlo en sus manos y matarlo?

– Seguramente.

– Pues bien, querido Glaucón, debemos aplicar íntegra esta alegoría a lo que anteriormente ha sido dicho, comparando la región que se manifiesta por medio de la vista con la morada–prisión, y la luz del fuego que hay en ella con el poder del sol; compara, por otro lado, el ascenso y contemplación de las cosas de arriba con el camino del alma hacia el ámbito inteligible, y no te equivocarás en cuanto a lo que estoy esperando, y que es lo que deseas oír. Dios sabe si esto es realmente cierto; en todo caso, lo que a mí me parece es que lo que dentro de lo cognoscible se ve al final, y con dificultad, es la Idea del Bien. Una vez percibida, ha de concluirse que es la causa de todas las cosas rectas y bellas, que en el ámbito visible ha engendrado la luz y al señor de ésta, y que en el ámbito inteligible es señora y productora de la verdad y de la inteligencia, y que es necesario tenerla en vista para poder obrar con sabiduría tanto en lo privado como en lo público.

– Comparto tu pensamiento, en la medida que me es posible.

Fuente: PLATÓN, República, Libro VII, Madrid, Ed. Gredos, 1992 (Traducción de C. Eggers Lan).

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